martes, 22 de octubre de 2013

INTERNET, ¿NI OLVIDA, NI PERDONA?

      
        Jeffrey Rosen, profesor de leyes de la Universidad George Washington, opina en un artículo publicado en julio de 2010 por el New York Times bajo el título The Web Means the End of Forgetting que el auge de Internet y las redes sociales han provocado la pérdida de la privacidad y la imposibilidad una redención personal.
 
        El análisis del reconocido catedrático incide reiteradamente en el inconveniente de disponer de un registro digital inmutable. Por el contrario, obvia las bondades de esta revolución en los medios de comunicación y conocimiento. En el otro extremo, señala el divulgador científico Eduardo Punset, en su libro Viaje al Optimismo, que «las redes sociales son lo que nos hace distintos del resto de animales. El origen de la interconexión actual está en las rutas de la Seda y del Incienso. Gracias a la revolución digital ahora la comunicación puede ser instantánea y universal».
 
        Ante la fatalista exposición del primero y la triunfalista del segundo, se pudiera repasar la actualidad para constatar al menos el salto cuantitativo que han dado las relaciones humanas de la mano de este avance tecnológico; por no hablar ya del ejercicio del periodismo. Es conocido, por ejemplo, el papel de internet en la difusión espontánea y rápida del mensaje de lo que se ha llamado Movimiento 15M o la Primavera Árabe, en la que por primera vez en la historia de estos pueblos se ha llevado a cabo una petición democrática que ha partido del propio pueblo, no de un golpe de estado. Lo que el sociólogo español Manuel Castells ha calificado como «Wikirevolución del jazmín», para el caso concreto de Túnez.
 
        Además, el considerar que Internet en general, y las redes sociales en concreto, han fulminado la privacidad y han dejado en manos ajenas el control de nuestra identidad, puede tener otra lectura casi antagónica. Esto es, una vez asumida la repercusión de estas nuevas tecnologías y su poder de influencia, se puede afirmar también que caminamos individualmente hacia una mayor indulgencia, empatía y honestidad, y por ende, lo hacemos igualmente de manera colectiva. Es decir, nos encontramos en una era en la que todo el mundo se encuentra expuesto y ello, lejos de ser un arrastre que anula el desarrollo personal, puede verse como motor para propagar valores como el altruismo, felicidad, cooperación, etc.
 
        Por otra parte, señala Rosen en el mismo artículo que el ser humano por naturaleza tiende a memorizar los rumores acerca de algo malo y que esto se ve agudizado por las redes sociales. Frente a esta opinión, cabría destacar los estudios de James Fowler, especialista en redes sociales de la Universidad de California, cuando afirma que «tener un amigo feliz incrementa las posibilidades de alegrarnos en un 9%, mientras que cada amigo infeliz solo incrementa nuestra tristeza en un 7%». Siguiendo esta lógica, cuantos más amigos estemos en disposición de tener, auspiciados por estos nuevos mecanismos de comunicación, mayor posibilidad habrá de ser feliz. ¿No es esa la piedra filosofal de nuestra existencia?
 

 
        Con ello, cabe concluir que Internet y las redes sociales, aun con ciertos daños colaterales, no dejan de ser un fiel reflejo, aunque amplificado, de la condición humana. Lo destacable es que la propia condición está en vías de renovarse socorrida precisamente por la facilidad que tenemos hoy para estar informados y para informar, para relacionarnos, para ser solidarios y para ser partícipes en comunión de un mundo que antes no era tan asequible.
 
        En definitiva, está revolución tecnológica va camino de lograr lo que una persona en solitario no podría ni haber soñado, y es hacer de este mundo, por qué no decirlo así, un sitio mejor.

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